El colchón

Mia Couto

Traducción del portugués de Melitón Cardona


Sólo sabes lo que es el agua cuando la cargas en la cabeza (proverbio africano).


En casa del pobre hasta el tiempo escasea. Sé por mí que empecé a envejecer antes de ser niña. Me mandaron callar antes de que hablara. Me mandaron barrer antes de tener manos para jugar. Ventaja de una vida que no empieza: se llega al final sin necesidad de morir.

Mis hermanos fueron a la escuela. Eran varones. Yo quedé en casa a la espera de desposarme. Largas horas tumbada sobre una estera, las manos de mi madre trenzando mis cabellos, mi único adorno. "Tus cabellos son espesos", decía mi madre y añadía "no sentirás el peso del agua".

Sabía la razón de aquellos cuidados: aquel peinado era una inversión. La belleza de mis tranzas aumentaba el valor de mi dote. Ajena a ese destino, yo soñaba con la escuela. Soñé tanto que las manos se teñían del polvo blanco del yeso. Mis hermanos dejaban en el suelo unos pedazos de mandioca que, una vez secos, se usaban para escribir en el cuadro negro de la escuela. De noche suplicaba a mi hermano mayor Mandinho que me rayara en la piel las letras del alfabeto. Pero eran muchas letras. Mandinho me aseguraba que la mayoría de ellas aún no estaban legalmente registradas. Todos los días se descubrían letras nuevas. Se sospechaba que en este mundo había más letras que números. El tío Andâncio miraba las marcas que yo tenía en las piernas, sacudía la cabeza y murmuraba: "No vale la pena soñar, sobrina: pájaro que levanta el vuelo y se posa sobre una colina, apenas salió del suelo". El tío tenía razón: fui hecha para ser suelo.

Al poco tiempo desistí de ser escrita. Sin embargo, Mandinho insistió en sus lecciones de caligrafía. Comencé a sospechar que no eran las letras lo que le gustaba y continué siendo su manuscrito.

Con el paso del tiempo, las manos de mi madre fueron perdiendo agilidad. Apoyada en su cuello, yo sentía un disgusto antiguo bloqueando sus dedos. No en el rostro, sino en las manos es donde se revela la edad. Pagué cara su falta de destreza. Para compensar los dolores que me infligía, mi madre empezó a contarme historias. Confirmé entonces aquello que nuestro tío decía: el alma escapa por los olvidos. Salimos del cuerpo cuando nos cuentan historias. Por primera vez era dueña de mí: ese cuerpo, en el que las palabras se escribieron solas es el cuerpo. Dícese en nuestra aldea: cuando se señala la luna a un niño, él sólo ve un dedo. No era verdad en mi caso. Yo veía todos los astros en la voz cansada de mi madre.

Hasta que me mandaron a servir en la casa de una familia de indianos. Era la casa más grande de la ciudad más próxima. Quedaba a dos lunas de camino. Nuestra madre me dijo en la puerta: "son buenas personas tus patrones". Nada era nuevo en aquel mi destino: antes de ser niña, yo ya era empleada. Los indianos me trataron bien a pesar de regañarme mucho. Al final del día, me sentía aliviada por no haberme golpeado sino con palabras dichas en otra lengua.

Un día me mandaron cambiar de nombre. Dieron orden de que me llamasen Kadira. No me importó. Después ordenaron que cambiara de religión. Cambié. Yo lo cambiaba todo sin ninguna reluctancia. Ansiaba dejar de ser yo.

Hasta que me mandaron casar con uno de los muchachos de la casa. Mi padre compareció para llevar a cabo las debidas negociaciones. Salió de casa de los indianos con un sobre en el bolsillo y por primera vez me pasó la mano por la cabeza, despeinándome las trenzas. Quedé feliz con una sonrisa y los ojos de él volando muy lejos del suelo. Mandinho acompañó a mi padre el incluso se quejó. Dijo que yo era muy joven y que en los tiempos actuales las chicas ya podían elegir. Nuestro padre pasó la mano por la cabeza de mi hermano. No fue afecto. Fue un modo de disimular su rabia. Explicó, deletreando las palabras una por una: "hay gallos y hay gallinas, hijo mío. ¿Acaso la gallina elige a quien es vendida?".

El día de la boda supe que mi marido ya tenía otra esposa. Yo debía obediencia a esa rival. La casa a la que fui a vivir era de madera y zinc y tenía dos cuartos. El más espacioso pertenecía al marido y en él había una cama y un colchón. En el otro cuarto, que era diminuto, había dos esterillas. Dormíamos por turnos en el cuarto grande, una semana una y otra semana otra. Nos cruzábamos en los pasillos en silencio, como sombras desencontradas. Yo me estremecía de miedo con los ojos fijos en el suelo, siempre que ella se aproximaba. Ella era la reina, la Nkosikai. Así es la tradición.

Dentro de las cuatro paredes ninguna de nosotras tenía nombre. Los regalos que nuestro marido ofrecía a una se los ofrecía también a la otra. Las ropas que compraba para una las compraba para la otra. Nuestro marido era un buen patrón, no quería problemas. Si salíamos a la calle, éramos dos gemelas pertenecientes a un mismo dueño: ningún otro hombre podía posar sus ojos en nosotras.

Todas las semanas recibía la visita de mi hermano Mandinho. 

    Venía en un carro con mangos y hortalizas para mi marido. En silencio, descendía del carro, me miraba de arriba abajo, meneaba la cabeza en signo de reprobación y volvía a marcharse.

Cierta vez, la primera esposa me pidió que le revelara mi verdadero nombre. Nuestro marido había ido de viaje y podíamos hablar libremente. "Dime tu nombre", me insistió. Mi boca permaneció cerrada. Pero no era vergüenza. Era olvido.

"Analizia", murmuré al cabo de un tiempo y añadí a toda prisa "en casa de mis suegros me dieron el nombre de Kadira".

Ella también se presentó. Se llamaba Sarita. Después de casada pasó a ser tratada como Fauzia. "Líbrate de no tratarme como Sarita", amenazó con el dedo en ristre y nos reímos. Era un gusto poder volver a nuestros nombres. Fui feliz, confieso, en aquellos días en que nuestro marido estaba ausente. Todas las tardes nos sentábamos sobre la arena de la finca para jugar al matakuzame. Abríamos con los dedos una oquedad en el suelo y la llenábamos de piedrecitas que lanzábamos al aire con una mano en la arena. Un día, cuando terminamos de jugar, Sarita sacó del bolso un cuaderno y un lápiz y anunció: "Te voy a enseñar a escribir y a hacer cuentas. Es un secreto entre nosotras". Secreto era una palabra nueva para mí. Solo hay secretos donde hay amigos.

Por la noche, Sarita se ofreció a peinar mi cabello. Cuando me preparaba para tumbarme en mi esterilla, ella corrigió mi gesto: "Aquí no: vamos al cuarto de nuestro marido". La mujer se estiró, dueña del mundo. Yo permanecí de pie, incapaz de moverme. "Nunca te di una orden, pero ahora te mando que te tumbes". Pasado un tiempo, Sarita levantó una punta de la sábana y sobre la lona del colchón firmó con su nombre. Me ofreció la pluma y me ayudó a que escribiera mi verdadero nombre. Entonces, con los ojos cerrados, ella declaró: "Somos hermanas; está escrito; cuando regrese nuestro marido ya no seremos sus esposas!".

A la mañana siguiente oímos la puerta de la calle. Era domingo y pensábamos que era Mandinho el que llegaba con su carro, pero no era el caso. Era nuestro marido que regresaba. Con él venía una mujer. Era una indiana alta y bella, con ropas y brillos que nunca habíamos visto. La mirada que cruzamos Sarita y yo fue breve y esclarecedora. Corrí a buscar cerillas. En un momento el colchón ardió. Escrito por primera vez, mi nombre se convirtió en ceniza. Salimos corriendo por la puerta trasera.

Mis pasos fueron haciéndose leves. Quién sabe si aquella vez dejaría de ser suelo. De una cosa estaba segura: cualquier piedra sobre la que me tumbara sería más blanda que cualquier colchón.

Comentarios

  1. Precioso. Gracias, Melitón. Qué bien escribe Mia. Besitos. Lo comparto en mi muro de FB

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