Muerte de funcionario

Antón Chéjov

Traducción del ruso de Melitón Cardona


El gentil alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviákov se hallaba en la segunda fila de butacas contemplando a través de sus gemelos "Las Campanas de Corneville" (1). Observaba y se sentía del todo feliz… cuando, de repente… —en los cuentos ocurre muy a menudo el "de repente" y los autores hacen bien: la vida está llena de imprevistos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo …, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y … estornudó. Como es sabido, esto no le está vedado a nadie en ningún lugar.


Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los Consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan …, a consecuencia de lo cual Tcherviákov no se turbó; se secó la cara con el pañuelo y, como persona amable que era, miró en derredor suyo para ver si había molestado a alguien con su estornudo, pero entonces no tuvo más remedio que alterarse. Vio que un viejecito sentado en la primera fila delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con un guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviákov reconoció al Consejero del Estado Brischálov, del Ministerio de Comunicaciones.


— Probablemente le he salpicado —pensó Tcherviákov—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio …; tendré que excusarme.


Tcherviákov tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:


— Dispénseme, excelencia, le he salpicado involuntariamente …


— No se preocupe …, no es nada …


— ¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo …; fue algo inesperado …


— Estese quieto y déjeme escuchar.


Tcherviákov, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó atención en la escena. Siguió mirando, pero no con la misma felicidad: se sentía molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischálov, se paseó un ratito a su lado y, por fin, venciendo su timidez, murmuró:


— Excelencia, le he salpicado … Hágame el favor de perdonarme … Fue involuntariamente.


— ¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo —contestó Su Excelencia moviendo con impaciencia los hombros.


“Lo ha olvidado pero en sus ojos se lee la molestia —pensó Tcherviákov mirando al general con desconfianza—; no quiere ni hablarme … He de explicarle que fue involuntariamente …, que es ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que le escupí. Y ¡Si no lo piensa ahora, podrá pensarlo algún día! …”


Al volver a casa, Tcherviákov le relató a su mujer el incidente, pero le pareció que ella se lo tomaba con excesiva ligereza; desde luego, ella se asustó, pero cuando supo que Brischálov no era su jefe, se tranquilizó y le dijo:


— Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, podría pensar que desconoces las reglas del trato social.


— ¡Precisamente! Yo le pedí perdón, pero lo acogió de un modo tan extraño …; no dijo ni una palabra razonable …; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.


Al día siguiente, Tcherviákov vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischálov a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio a muchos solicitantes y al propio consejero, que personalmente recibía las peticiones. Tras un rato de espera, se acercó a Tcherviákov.


— Usted recordará, Excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia … —así empezó su relación el alguacil —yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…


— ¡Qué sandez! … ¡Esto es increíble! … ¿Qué desea usted?


Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.


“¡No quiere hablarme! —pensó Tcherviákov palideciendo—. Es señal de que está enfadado … Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle …”


Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviákov se adelantó otra vez y balbuceó:


—¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento muchísimo … No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá …


El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:


— ¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío! Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.


"Burlarme yo? —pensó Tcherviákov, completamente aturdido—. ¿Dónde está la burla? ¿A un Consejero de Estado?; aún no lo comprende. Si se lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! ¡Le escribiré una carta, pero yo no volveré! ¡Juro que no volveré a visitarle."


A tales reflexiones se entregaba en el trayecto de vuela a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió ninguna carta al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción y al día siguiente consideró que tenía que ir de nuevo en persona a darle explicaciones.


— Ayer vine a molestar a Vuecencia —balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa—; ayer vine, no en son de burla, como quiso Vuecencia suponer. Me excusé porque al estornudar hube de salpicarle … No fue por burla, créame … Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de Vuecencia? Si nos vamos a burlar todos los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración … No habrá …


— ¡Fuera! ¡Vete ya! —gritó el consejero temblando de ira.


— ¿Qué significa eso? —murmuró Tcherviákov paralizado por el terror.


— ¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! —repitió el consejero, pataleando de ira.


Tcherviákov sintió como si en el vientre algo se le desgarrara. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa … Entró maquinalmente en su cuarto, se acostó en el sofá sin quitarse el uniforme y … falleció.


(1) Les cloches de Corneville, ópera cómica de 1877 de Robert Planquette.


Nota: este relato le hubiera confirmado al Marqués de Custine sus impresiones sobre la Rusia que visitó en 1.839.

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