Alfreds para John 


Una tarde de septiembre, Luis Antonio Sánchez almorzaba en el restaurante Lardy de Madrid con un tal Alfred Winkelmann, que decía ser amigo de John, su amigo y jefe de la CIA. Alfred, un tipo alto y afable, se interesó por el coste de los trajes a medida de la famosa sastrería y por la reconstrucción del Museo del Prado porque decía que desde que vio la catedral de Los Ángeles, seguía con gran asuidad la obra de Moneo. La lista de peticiones no terminaba ahí. Iba a ir a Toledo a ver los "Funerales del Conde de Orgaz" y no podía abandonar la capital sin antes echar un vistazo a la colección de mapas antiguos de Asia que se conserva en el convento del Escorial.


De estos indicios era fácil deducir que Juan no le enviaba esta vez un profesional corriente, sino un hombre que habitaba en el corazón mismo del sistema. Era extraño, sin embargo, que Juan no le hubiera presentado al emisario con antelación. De hecho, era la primera vez que ocurría en veinte años de cooperación. Luis decidió no hacer preguntas y llevó a Alfredo al Lardy's. A Luis le gustaba este restaurante por sus oficinas misteriosas, su sopa de cocido y su ambiente tenuemente imperial, que recordaba a la Rusia zarista. Quizá en este ambiente Alfred se atreviera a explicar por qué había venido a Madrid, pues eso seguía sin estar claro. Los hombres acordaron llamarse por sus nombres de pila, que en inglés era lo mismo que "you". Cuando Alfred se preguntó cuál de los dos nombres utilizar, Luis le explicó que en España se llamaba Luis y en Rusia Antón. Así de simple.


La ternera Orloff no estaba en su punto, pero el camarero estaba en consonancia con el ambiente mohoso del restaurante y la residencia se acompasaba con los vestigios de pretenciosos uniformes anacrónicos y azarosos sintagmas desproporcionados. Así de claro. Carcajadas en cascadas y zancadas bulliciosas, desprendimientos inasequibles y un goteo interminable de caldo incandescente y risotadas tostadas en un riego interminable de rocío espeluznante que conectaba unos cables inacabables superando los perales imperiales de la tensa longitud perimetral, longitud perimetral, longitud perimetral.


Cuando alumbran los centauros surgen sombras alargadas y se ahuyentan las coyundas o los prietos desafueros no se cansan de alarmar: son parciales las coyundas de los tristes trilobitas que no cejan de girar y no cuelgan de los muros trilobitas sin igual.


Ya no suenan campanillas en campos de Gibraltar ni hay delfines insensibles ni conejos en el mar ni tremendas avutardas capaces de congregar rinocerontes ausentes en un amplio, un amplio mar. Lobos desproporcionados y alopécicos cabalgan por doquier, nuevas incomodidades atrofian intimidades anómalas en vertiginosas inaptitudes sólidas o coexistencias húmedas juveniles, sí.


Minas interminables, alcántaras, alipernes ínfimos, solsticios pertinaces, coloquios inacabables, ánimos inanes, minerales salitres, conos, violetas, calderos cuadrúpedas o triunfales alopecias, ollas descomunales y bebidas híbridas desternillantes en torrentes tórridos de similitudes acongojantes. Suenen trinos tridentinos y concuerden los amigos o no muerdan quienes quieran que haya concordia en la tierra.


Que haya concordia en la tierra.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog