Del insulto como una de las bellas artes


Melitón Cardona(*)


Hace muchos años asistí a un partido de fútbol en el estadio –es un decir- “Luis Sitjar”. Jugaba el Mallorca contra un equipo levantino: Alcoyano, Hércules o Levante, ya no recuerdo. Sí sé que se trataba de un partido trascendental de cara a un ascenso a primera o segunda división. El árbitro cerdeaba lo suyo y la sufrida parroquia que, en su mayoría, presenciaba el partido de pie, iba impacientándose por momentos. Un espectador destacaba por su voz estridente y por no parar de desgranar una letanía de insultos que iban desde la mención a la más vieja profesión del mundo que, según él, ejercía la madre del increpado a la de sus excrecencias córneas. No sé si porque pensó que su repertorio no hacía mella en el ánimo del enlutado -en aquella época los árbitros lucían chaqueta negra de paño-, el estridente aficionado decidió cambiar de registro y, aprovechando un momento efímero de relativo silencio, decidió obsequiarle con voz estentórea un imaginativo insulto en forma de “enchufado de la ONU” que tuvo la virtud de enardecer al público, que empezó a corear rítmicamente la palabra “enchufado” (pronunciado a la mallorquina, “enshufado”).


Ahorro al lector las muchas consecuencias que saqué del incidente para no incurrir en pedantería; por aquellos tiempos, ya era yo lo bastante pedante como para combinar actividades tan dispares -y hasta contradictorias- como la práctica del fútbol, la lectura de Kierkegaard, el aprendizaje de la lengua rusa y el uso de la hipocresía como baluarte ante la “disciplina” que los padres jesuitas pretendían impartir impunemente (“no se haga ilusiones, señora; su hijo no llegará a nada porque carece de ambición”. Tiempos felices y confusos: si alguien hubiera conjeturado entonces que acabaría siendo diplomático de carrera, la carcajada se hubiera oído en Lima o, al menos, en el la Ciudad Jardín.


El hecho es que el ingenioso insulto del anónimo aficionado me sugirió la posibilidad de practicarlo como una de las bellas artes, casi siempre en vano. A fin de cuentas, el repertorio es disuasorio: “El honorable caballero hizo ademán de abalanzarse sobre mí y por un momento sentí como si me atacara una oveja muerta”. “Soy tan mayor que legué a conocer a Doris Day antes de que fuera virgen”. “Gerald Ford debió jugar demasiado tiempo al rugby sin casco”. “Caballero, so pretexto de regentar una casa de putas, a lo que se dedica en realidad su esposa es a vender objetos robados”. “El pobre tiene menos luces que un barco de contrabando”.


A la vista de lo anterior, comprenderán que cuando me asalta el impulso de insultar me lo piense dos veces y acabe desistiendo. El listón está muy alto y uno va menguando con el tiempo. Además, no todo el mundo merece recibir un insulto que nunca entenderá.


(*) Embajador de España en el Reino de Dinamarca.

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