Mi experiencia con el llamado “progresismo” comunista

        Hace cuarenta años que Maurice Duverger escribió, en uno de los artículos que habitualmente publicaba en “Le Monde”, lo que sigue: “un cadáver separa al comunismo del proyecto socialista: el cadáver de la libertad”. Cuando leí tan contundente afirmación, estaba yo muy lejos de pensar que dos años después, por uno de los avatares caprichosos de esta carrera mía, el Destino me iba a conducir a ser Embajador en dos países comunistas: la Bulgaria de Jivkov y la URSS de Gorbachov. Y allí pude comprobar lo acertado de la frase del prestigioso politólogo francés, que ejerció su magisterio en las Universidades de Burdeos y La Sorbona.

       En un libro que di a la estampa hace algún tiempo, destacaba yo los dos pilares en que se ha apoyado siempre el comunismo: el miedo y la mentira. Sobre el miedo se han escrito docenas de buenos libros, que relatan cómo Stalin manejó el arma del terror como herramienta para doblegar las resistencias de quienes intentaron oponerse a su diseño de ingeniería social, que sembró Rusia y Ucrania de fosas comunes y millones de cruces funerarias. Dos monstruos le ayudaron en esta criminal tarea: Beria y Kaganovich. Recién incorporado a nuestra Embajada en Moscú, en enero de 1987, me ofrecieron la posibilidad de conocer a Kaganovich, que habitaba, ya nonagenario y ciego, en los pisos oficiales del “Embarcadero”. Rechacé el ofrecimiento. Me repugnaba la simple posibilidad de tener que estrechar la mano del llamado “Lobo del Kremlin”: un siniestro personaje al que, siendo judío, Stalin encargó el sangriento cometido de confinar, perseguir y exterminar a sus hermanos de religión. Cometido que él desempeñó con entusiasmo y probadas eficacias. No cabe mayor infamia.

       Respecto a la mentira, solo voy a citar un par de infundios clamorosos que tuvo que tragar el sufrido pueblo ruso: la total opacidad impuesta sobre la existencia del pacto Molotov-Ribbentrop y la ocultación del genocidio de los bosques de Katyn.

        El 23 de agosto de 1939, nazis y comunistas firmaban el vergonzoso Pacto de Amistad germano-soviético, en cuyos protocolos secretos Berlín y Moscú se repartían los territorios del nordeste europeo. Tras la invasión de la URSS por los “panzers” alemanes, a comienzos del verano de 1941, Stalin decretó que tal Acuerdo nunca había existido. Y levantó un espeso muro de silencio, ordenando incluso que de las hemerotecas se arrancaran las páginas que, en agosto de 1939, habían publicado los periódicos moscovitas con elogios encendidos al Führer y a sus éxitos. De esta forma, la mentira se mantuvo durante cincuenta años, con pena de la vida o el “gulag” para quien osara desvelar lo realmente sucedido en aquel agosto aciago.

       A mi llegada a Moscú, procedí a realizar las habituales visitas de cortesía que los embajadores hacemos a nuestros colegas más cercanos. El representante de Austria, que había servido en Madrid y hablaba un español fluido, me aconsejó no mencionar públicamente el citado Pacto, cuya existencia seguía siendo tabú. Y pasamos a su despacho personal –la embajada había sido ocupada por el Reich en 1938, tras la invasión de Austria-, para mostrarme algo. “Mira –me dijo- ésta es la no-existente mesa, sobre la que se firmó el no-existente Acuerdo del que da noticia esta no-existente fotografía”. Y extrajo una carpeta con la foto en la que figuraban Molotov y Ribbentrop firmando el documento, en presencia de Stalin, que aparecía con su guerrera blanca y una leve sonrisa complacida bajo sus poblados bigotes de georgiano. 

      La otra gran mentira fue la ocultación de los crímenes de las fosas de Katyn, donde los soviéticos dieron sepultura a miles de polacos, sobre todo militares, fusilados por órdenes de Stalin. Los comunistas –son expertos consumados en ese menester- cubrieron la masacre con su habitual propaganda torticera, acusando a los “germano-fascistas” de tal atrocidad. Cuando gracias a la “glásnost” de Gorbachov se supo la verdad, una prestigiosa historiadora rusa publicó en la revista “Novedades de Moscú”, cuyo ejemplar conservo, estas palabras: “he llorado de vergüenza al conocer esa indignidad”.

      Lo más hilarante, sin embargo, es el esfuerzo del “progresismo” comunista para demostrar que ese Partido siempre ha levantado la bandera feminista, defendiendo el papel de la mujer en la vida política y social de los países donde manda. Qué cosas. También en este punto puedo referir algunas experiencias personales. En enero de 1987, recién llegado a la URSS, pude comprobar que no existía ninguna mujer como Miembro Titular en el Politburó, órgano supremo del poder soviético. Ninguna. Y podían contarse con los dedos de una sola mano las que formaban parte de un Consejo de Ministros de casi cien carteras: rara forma de entender la igualdad de género que el comunismo sigue predicando en otros países. Y algo más. Gorbachov hizo que Raísa desempeñase las funciones de primera dama, lo que no le perdonaron los ortodoxos del PCUS, que vieron en ese proceder una reprobable “práctica pro-occidental”. Porque, hasta entonces, el papel de las esposas de todos los jerarcas había sido irrelevante. Y así debía continuar. 

      Una anécdota puede esclarecer lo que acabo de mentar. Es ésta. A la muerte de Yuri Andrópov, su cuerpo embalsamado fue expuesto en el Salón de Columnas, según era la costumbre, para recibir el homenaje del pueblo moscovita y de los emisarios extranjeros. Dos señoras enlutadas se acercaron y una de ellas trató de colocar un ramo de flores al pie del catafalco, siendo rechazada bruscamente. “Soy Tatiana Filípovna Andrópova”, dijo al miliciano. En efecto: era la segunda esposa del fallecido secretario general, que trataba de honrar a su marido con unos crisantemos. El guardia no la conocía. Es posible que ni quiera supiera si Andrópov estaba, o no, casado.

       Han pasado los años. Las viejas consignas a favor del “comunismo progresista” ya no engañan a nadie. Desde luego, no a las instituciones europeas. Por eso, el Parlamento Europeo, sede de las libertades del Viejo Continente, ha fijado el 23 de agosto como Día del Recuerdo para rendir homenaje a los millones de víctimas causadas por las dos ideologías liberticidas del siglo XX: el nazismo de Hitler y el comunismo de Stalin. Para que se conozca la verdad. Y para que las generaciones venideras no olviden jamás los horrores perpetrados por ambas formaciones.


                             José Cuenca

                         Embajador de España

       

    

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