El enamoramiento secreto de Deolinda

Mia Couto

Traducción del portugués de Melitón Cardona


Encontré al marxista no practicante. Póngale aspas quien quiera. Por respeto al marxismo, yo le denomino marxianista. Luego, el hombre. Rostro atrabiliario (parecía haber tomado bicarbonato de odio) y era motivo de mis crónicas. Quien hace una crónica aumenta la tónica, algo que él sabía. Con todo yo necesitaba ser más directo, en escritura más puntiaguda.


El mundo es un asunto gravísimo que no tolera benevolencias, decía él, y sentenciaba que había que ser más contundente. Explíqueme, oiga, que yo de contundenciaciones no tengo escuela; pero el militante mil y tanto, ¿o yo ya no disparaba al enemigo de clase, la burguesía interna? ¿Acaso consideraba que la lucha de clases, siempre en fase aguda, era una cuestión decadente? Veamos, decía yo, ¿decadente no es la persona que tiene diez dientes?. Pero, en fase de nerviosismo creciente, no autorizaba bromas. El marxianista se pronunciaba siempre con mayúsculas: que si el Capitalismo, que si el Imperialismo, que si el África austral. Sus ideas de gran formato abarcaban futuros amplios. Tan pronto como yo me postulaba, él decretaba ora quejas ora sentencias y cada dos por tres yo me sorprendía de que alguien pudiera estar pertrechado de tantas certezas. Parecía que el sujeto había leído todo lo redactado en Mozambique mientras nosotros íbamos desgastándonos los ojos leyendo a la moda de Mussagy Papa, nuestro ilustre empresario contorsionista. La historia de cualquierísimo país es un texto de párrafos salteados. Sólo el futuro los ordena, alisando las líneas y retocando las versiones y aún así él lo explicaba todo por la base material. ¿Sólo por comer sandía se convierte uno en sandio?


Pero aquel individuo no quería ninguna respuesta; lo que él quería era exportar sus angustias; un ladrón de sosiegos es lo que era. Había contemplado la vida sin gusto de vivencias y ahora el pobre defensor de los pobres necesitaba certezas en las que apoyarse. Desconocía el alma de su nación, despatriado, autogámico. La política le dio una voz en vez de un puente para atravesar distancias. Dejó de escuchar a Mozambique y a sus múltiples protagonistas. Durante catorce años, aquel hombre no habló; su existencia fue la reunión. No se detuvo en la calle, en el fluir del paseo; no compartió bromas con los vecinos. El pueblo para él empezaba y acababa en el servicio doméstico y el resto eran las masas, vagas y turbulentas. Ni él sabía lo concreto de un ser viviente, su nombre, su historia. Pobre marxianista, sin apretón de manos que le aconteciera.


Entonces, yo fui midiendo la soledad de aquel hombre. Tanta soledad daba envidia hasta a las islas; para distraerle tristezas, le regalé una pequeña alfombrilla de esas que caben en el hueco de la mano y al principio la rehusó. "¿Estoras? Yo sólo compatibilizo con la Historia". Ingenua vanidad que muchos comparten; por ejemplo, un amigo de Beira que participa en algunas carreras cree ser citado cada vez que se habla del Corredor de Beira (*).


Lo que él esperaba era que yo me desatase, vociferase, gastase mucha saliva y pocas ideas pero, a costa de muchos deslices, acabó escuchándome la historia abajo mencionada.



Fue el caso de Deolinda y la forma en la que se hizo devota de Karl Marx; que yo conozca, jamás se había llegado al marxismo por semejante camino y, si no, compárese.


Deolinda fue enviada, ya con edad suficiente, a trabajar; la familia necesitaba que ella se ejercitarse como hija en escaso pero precioso rendimiento y encontró empleo en la fábrica; le hacían hasta gracia las sirenas tocando al entrar y salir del recinto; lo malo era el trabajo, ¿se pelan los anacardos con los dedos o es al revés?


Un día se presentó en casa con un prendedor de solapa, uno de esos alfileres de propaganda con la imagen de Carlos Marx, y el padre le preguntó "¿Quién es ese blanco?" y Deolinda, levantando un hombro porque la ignorancia le encogía el otro, le dijo que la cosa se la habían dado en la fábrica pero no logró terminar la frase: una bofetada, dos, dos y media porque la última ya conllevaba arrepentimiento.


"¿Quién es ese cooperante?"


El padre ya se maliciaba el caso. Debía ser uno de esos extranjeros que transitan de internacionalistas a cooperantes el que la está camelando con el aroma de los dólares. El padre, más categórico que nuestro marxianista, decretó: "nunca más quiero ver el hocico de este pájaro husmeando tu sujetador".


Fuese por causa del pecho o del despecho, la chica metió el pin en el cajón de la mesilla de noche, junto a su cama. Todas las noches, antes de dormirse, besaba las pobladas barbas del pensador. Tal clandestina devoción hubiera quedado en los anales de la doctrina proletaria de no ser porque Deolinda se lanzó en brazos de un barbudo real y desgarbado. Para colmo, la escena se desarrolló en la Avenida Vladimir Lenin. Víctima del beso, súpose más tarde, fue un empresario extranjero dispuesto a invertir sus capitales en Mozambique. Consta que el empresario no presentó queja. Lo que hizo fue invertir en negocios provisionales y en vestir definitivamente a Deolinda.


Y final de la historia, que ya me duelen las teclas. Mi interlocutor pestañeó. ¿Era esa la fabulita? No volví atrás de palabra. Maíz que entra en el mortero sólo sale convertido en harina, de modo que suspiró pareciendo decepcionado, aunque después, para ganancia de mi jornada, le vi esbozar una sonrisa. Mi amigo se entendió a sí mismo o tal vez fue que su esperanza, igual que la nuestra, todavía tuviese sobresalientes piezas de fabricación interior, apuradísima manufactura de nuestra alma nacional.


(*) El Corredor de Beira une Zimbabue con el Índico.

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