El esplendor del pasado


Como el pasado ha dejado de iluminar el futuro, vagamos en la sombra. (Alexis de Tocqueville)


Está indignado porque el tráfico ha hecho que llegara a la taberna tardísimo, casi al anochecer. Sentado bajo el emparrado mientras espera con impaciencia que cualquier mucamo se digne saciar su sed con algún vino que el patrón no haya aguado en demasía, comenta que no logra comprender cómo la Autoridad no trata de poner fin a la anarquía rodada que amenaza a la urbe con una parálisis inminente. Ya no es posible circular con un mínimo de fluidez, impera la ley del más fuerte y los conductores hacen lo que les viene en gana sin guardar la menor consideración con los peatones. Quién más quien menos desea trasladarse sobre dos o cuatro ruedas y las congestiones son una pestilencia cotidiana inaguantable.


La parroquia se despabila unánime y empieza a despotricar contra los ediles, que por lo visto andan más atentos al lucro personal que al del municipio. Hay quien asegura que circulan por ahí determinadas tablas de sobornos: tanto por conseguir esto, tanto por aquella licencia. Uno declara que es una auténtica vergüenza y otro que lo que falta es dignidad. Se necesitan soluciones drásticas, añade un tercero sin encontrar contradicción ...


Anochece. Al menos hace un poco de fresco y le parece como si las mudas hojas de las viñas, piadosas con las miserias humanas, quisieran trasmitirle un cariño húmedo y extrañamente fraternal. Ha decaído la conversación; un contertulio intenta suscitar el tema de la polución, pero su intento no cuaja y se instala un silencio moroso. Nadie desea hablar de los efluvios pestilentes que planean sobre el perímetro urbano por causa de un ansia de lucro antes desconocida ... Él se pregunta si no nos hallaremos en el umbral de una barbarie inédita e inhóspita.


El fámulo acaba de poner sobre la mesa su segunda copa de vino con cierta displicencia. Se lo decía su madre hace unos días: la clase servil está imposible y no se ve adónde irá a parar con sus chuscos afanes de igualitarismo.


Es cierto; lo que ocurrió ayer en el estadio parece retrotraernos a tiempos remotos en que la violencia imperaba por doquier; resulta increíble que fenómenos tan degradantes puedan darse hoy en día: doscientos cadáveres en las gradas. ¡Ahí es nada! Arrogancia británica y germánica frente a mesura latina. Dicen que fueron los británicos los que empezaron, pero él ya no puede juzgar; hace tiempo que ha dejado de ir al estadio porque, cada vez más, detesta las aglomeraciones. Cualquier manifestación atlética se ha convertido en pretexto para la anarquía; la gente, sobre todo los jóvenes, está dispuesta a morir por una divisa de colores, por un estandarte o por unas meras siglas, sin guardar mesura.


¡Parece mentira! Cuando era más joven, las cosas no eran así. No, señor. ¿Cómo iban a serlo? Todo ha cambiado radicalmente y lo más curioso es que la mayoría parece no querer percatarse. Sin ir más lejos, hoy el vino está claramente aguado y observa consternado que ha subido de precio. Pero nadie, lo que se dice nadie, parece dispuesto a frenar estas constantes subidas: la inflación galopa a sus anchas y acabará arruinando a todo el mundo salvo al puñado de especuladores que se relaciona con el poder.


La ciudadanía clama por el retorno a una seguridad cada vez más precaria. Le preocupan los precios y la contaminación, se siente incómoda en un tráfico imposible y teme el vandalismo juvenil que se ha adueñado de la calle: curioso fenómeno éste. Como alguien no ponga coto a esas bandas sobreexcitadas de muchachos que saquean la ciudad después de cada acontecimiento deportivo ¡apañados estamos! Las pasiones que este tipo de acontecimientos suscita desafían toda medida: ayer fueron doscientas víctimas en el estadio, mañana ¿quién sabe lo que depararán las confrontaciones? Esa manía de la uniformidad, esa tendencia borreguil al atuendo de moda, esa servidumbre de las modas extranjeras, ¿adónde nos conducirán?


¡Cómo están los tiempos! Las mujeres han perdido el pudor. Basta ver sus atuendos para constatarlo. Ahora que hay laxitud indumentaria, hasta los venerables sacerdotes frecuentan abiertamente los prostíbulos y el dinero se ha erigido en dios de una sociedad sin norma ni ley.


¡El dinero! Ése es el mal. Ya no queremos guiarnos por imperativos nobles; priva la fiebre del metal vil y la especulación reina en nuestras ciudades, que van afeándose progresivamente mientras los poderes públicos contemplan la erección impune de edificios monstruosos, sin canon ni norma, incompatibles con nuestra dignidad, verdaderos palomares infectos convertidos en meras fuentes de ganancia y especulación.


Y ¿qué decir de la contaminación sonora? Hasta este idílico rincón, santificado por los báquicos sarmientos, llega ese runrún urbano, metálico y abrupto, hecho de mil chirridos evitables que sólo una locura colectiva hace parecernos normales. ¿Normales? ¿Acaso en tiempos pasados fue aceptable ese guirigay sonoro que hoy martiriza nuestros tímpanos y socava nuestra tranquilidad sin que apenas nos percatemos? ¿Cómo es posible permitir ese gigantesco murmullo cotidiano que persiste hasta altas horas de la noche sin tregua ni reposo?


Dirán que es el progreso; pues bien, si ésto es el progreso, cualquier tiempo pasado fue mejor.


La parroquia está hoy remolona y no tiene ganas de tertulia: por su parte, él ha tenido un mal día en la tienda y un poco de silencio bajo el emparrado le hará bien. Hay pocos motivos para sentirse feliz: el mundo se envilece y su futuro es incierto.


De repente, estalla un gran revuelo. Oye gritos, bocinas y el estruendo de un enorme alboroto. Se asoma a la barandilla: un esclavo nubio histérico anuncia que a la hora duodécima va a pasar el cortejo del Emperador, de camino al Senado y se dice ¡Cerrarán la Vía Apia, llegaré tarde al cubículo y mañana el liberto Euclapio volverá a azotarme despiadadamente a poco que vuelva a descuidarme con la bolsa de los sextercios!


El presente es incierto y el futuro también. Sólo queda el consuelo del esplendor del pasado.å

Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. En la más absoluta oscuridad ... sin luz, sin internet y sin ley escrita, a miles de metros de produndidad y a una presión que quita el sentío, en una especie de termas (fumarolas), se especula (del v. especular porque no puede reproducirse experimentalmente esa historia en toda su complejidad y tiempo necesario de ensayo) ... que dio 'comienzo' lo que algunos entienden por Vida (la química fundamental). No hay lugar para la desesperanza del hommo stupid-smartphonis; en cuestión de un santiamén geológico, millón de años arriba/abajo, en esta Patata Azul Giratoria no queda ni un jodido bicho ... por más antenas y patas o crema solar y vestimenta con que adorne su desnudez (...). El Perseverante tal vez no revele el pasado de Marte, sino el inevitable futuro de la Tierra y de todos sus moradores, moradoras y moraderos (... se apunte quien falte).

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog