IV

                    Desinterés, autodestrucción

El autismo de los combatientes no es el único factor común que llama la atención en todas las guerras civiles, ya sean moleculares o regionales. Otra característica es el desinterés de los participantes; la palabra adquiere aquí un nuevo significado.


En un libro imprescindible de 1951 puede leerse al respecto lo siguiente: "Es muy probable que el mundo nunca haya estado falto de odio, pero éste se ha convertido hoy en factor político decisivo en todo asunto público ... el odio no puede verdaderamente concentrarse en nadie ni en nada; nunca encontró a quien poder responsabilizar - ni al Gobierno ni a la burguesía ni a las potencias exteriores del momento. De ahí que penetrara en todos los poros de la vida cotidiana y pudiera expandirse en todas direcciones, adoptando las formas más fantásticas e imprevisibles ... Aquí es el todos contra todos y sobre todo contra sus vecinos ...


Pero lo que diferencia a las masas modernas del populacho (de otras épocas) es el desprendimiento y desinterés por su propio bienestar ... Desinterés no como bien, sino como sentimiento de que lo de menos es el propio yo, de que el propio yo puede ser reemplazado por otro a cada momento y en cualquier lugar ... Ese fenómeno de una pérdida radical del yo, esa indiferencia cínica o hastiada con la que las masas afrontan la propia muerte era completamente inesperada ...

Sufren de una merma radical de sano juicio humano y de su capacidad de discernimiento, así como de una no menos radical dejación del instinto de conservación"


Hannah Arendt se refería a la época de entreguerras y describió el fundamento de masas del surgimiento de los sistemas totalitarios. La actualidad de su análisis resulta evidente, pero a diferencia de los años treinta, los malhechores ya no necesitan rituales, ni marchas, ni uniformes ni programas, ni encandilamiento, ni juramentos de fidelidad. Incluso pueden renunciar a un caudillo. El odio es suficiente. Si el terror fue un día monopolio de los regímenes totalitarios, hoy vuelve en forma desestatalizada. No hacen falta Gestapos ni GPUs cuando los clónicos infantiles toman cartas en el asunto.


Así, cualquier vagón de metro puede convertirse en una Bosnia en miniature. Ya no hacen falta judíos para el pogromo, ni contrarrevolucionarios para la purga. Basta que uno sea partidario de otro equipo de fútbol, que su verdulería vaya mejor que la del vecino, que vista de otra manera, que hable otro idioma, que necesite silla de ruedas o que lleve velo. Cualquier diferencia se convierte en riesgo mortal.

Ahora bien, la agresión no se dirige únicamente contra los demás, sino también contra la propia vida odiada. En palabras de Hannah Arendt, es como si a los maleantes les fuera indiferente no sólo vivir o morir, sino incluso haber nacido o no haber visto jamás la luz del día.

Por desmesurado que sea el pool genético de estupidez, no alcanza a explicar esa violenta autodestrucción, porque el nexo entre causa y efecto es tan evidente que cualquier menor es capaz de entenderlo.

La jeremiada sobre la pérdida de puestos de trabajo va acompañada de pogromos de tal calibre, que a cualquier capitalista dotado de razón debe parecerle absurdo invertir allí donde nadie puede estar seguro de seguir con vida. El más tonto de los presidentes servios sabe tan bien como el más necio de los rambos que la guerra civil que llevan a cabo habrá de transformar su país en un yermo económico. La única conclusión posible es que la automutilación colectiva no es efecto secundario inevitable, sino el propio objetivo. Los combatientes saben perfectamente que únicamente pueden perder, que no hay victoria posible y hacen todo lo posible por empeorar hasta el límite su situación. No sólo quieren convertir a otros en "mugre irrecuperable", sino también a sí mismos.


Un asistente social relata acerca de la banlieue parisina: "Ya lo han destrozado todo: buzones, puertas, pasamanos de la escalera. Han demolido y saqueado la policlínica en la que sus hermanos y hermanas menores recibían tratamiento. Ignoran toda regla. Hacen trizas las consultas médicas o dentales y destrozan sus escuelas. Si se les facilita un campo de fútbol, cercenan los postes de las porterías".


Las escenas de la guerra civil molecular se asemejan a las de la macroscópica hasta en los detalles. Un testigo presencial relató la destrucción de un hospital en Mogadiscio por una banda armada. No fue una acción militar de ningún tipo; ni nadie amenazaba ni se oyeron disparos en la ciudad. El hospital ya estaba muy dañado y su equipamiento reducido a lo indispensable.


Los maleantes actuaron con furiosa meticulosidad, destrozando camas, esparciendo por el suelo frascos de suero y medicamentos; luego, algunos francotiradores embutidos en raídos trajes de camuflaje la emprendieron con el magro instrumental que quedaba. Sólo se mostraron satisfechos después de inutilizar el único aparato de rayos X que quedaba, un esterilizador y un dispensador de oxígeno. Cualquier zombie de aquéllos sabía que los combates no tenían visos de terminar; todos eran, por tanto, conscientes de que, al día siguiente, su vida dependería de la posibilidad de disponer de un médico capaz de recoserlos. Por lo visto se trataba de destruir cualquier posibilidad de supervivencia, hasta la más minúscula. Podría denominarse reductio ad insanitatem. En la furia homicida colectiva, la categoría de futuro se antoja remota y, como sólo existe el presente, deja de haber consecuencias y el sistema que regula la supervivencia queda inhabilitado.


Todo ello resulta evidente en las especulaciones de Freud, que al final no vio más salida que estatuir un instinto mortífero que, primariamente, previera la destrucción de la propia vida y, secundariamente, la de los demás: hipótesis no susceptible de fundamentación empírica que sigue resultando bastante nebulosa. Incluso la expresión "instinto de supervivencia" se antoja problemática, por no decir ingenua. Es posible que pueda explicar el comportamiento de bacterias y plantas, pero deja de ser operativa en los animales superiores y, además, históricamente, apenas se da. A fin de cuentas, millones de personas han fallecido como santos, mártires, héroes y fanáticos sin obedecer los dictados de la supervivencia. Pensadores pesimistas como de Maistre han reconocido en todo momento el significado crucial de la víctima y convertido en virtud la necesidad de represión. Es más, puede que todas las religiones tengan su origen en la víctima humana e, incluso tras la desdeificación del mundo, a los hombres no les han faltado más altos fines en cuyo nombre matar o morir. Incluso puede uno preguntarse si, después de todo, lo que llamamos cultura hubiera sido posible sin esa facultad de renuncia a la propia vida.


Sin duda siguen existiendo hoy día personas que actúan con desinterés, en el sentido más antiguo de la palabra: socorristas capaces de asumir cualquier riesgo, opositores que, como Jan Pallach y los anónimos monjes budistas de Indochina, defienden sus convicciones hasta llegar a quemarse vivos, pero hay también sacerdotes de sectas y confusos fanáticos a quienes la renuncia a sus vidas les hace prometerse un Más Allá paradisíaco.


Pero no son estos pocos quienes en la guerra tienen la sartén por el mango, sino los excesivos que todo lo han perdido para poder cobrarse una víctima. Lo que confiere a la guerra civil del presente una nueva e inquietante cualidad es el hecho de que se lleva a cabo sin implicación, como si literalmente fuera gratuita, convirtiéndose así en retrovirus de lo político. Desde que tenemos la facultad de pensar, la política ha sido considerada como contraposición de intereses, lo que significa no sólo poder y recursos materiales, sino también perspectivas de futuro, deseos, proyectos e ideas. Pese a que ese complicado juego de intereses rara vez transcurrió sin derramamiento de sangre y siempre de forma imprevista, las miras de los participantes fueron siempre más o menos calculables. Esto ya no resulta posible cuando, por el contrario, no se concede ningún valor ni a la propia vida ni a la de los demás, y se saca de quicio cualquier pensamiento político, de Aristóteles y Maquiavelo a Marx y Max Weber. En un mundo en que las bombas vivientes yerran, sólo queda una utopía negativa - el mito primordial hobbesiano de la guerra de todos contra todos.

Comentarios

  1. El odio puede tener su causa en la envidia, ante la falta de querer para conseguir lo que otros tienen por lo que estos tanto han luchado sacrificadamente,

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