Más sobre el auto del magistrado Llarena


El catedrático de derecho penal don Gonzalo Quintero Olivares ha tenido la amabilidad de comunicarme algunas reflexiones en relación con el artículo que publiqué hace unos días en El Debate que reproduzco a continuación:


La tipicidad de la sedición necesitaba una reforma y eso es asumido por todos los especialistas. Era un tipo con demasiadas vaguedades que provocaban dudas en la interpretación. Además, castigaba con la misma pena hechos que podían tener una gravedad muy diferente. 


Otro error tradicional era considerar que la sedición era una “rebelión en pequeño”, con lo cual se aumentaba la confusión, ante todo porque la rebelión es un delito contra la Constitución mientras que la sedición era un delito contra el orden público, porque así lo decidió el legislador español desde 1870, a pesar de que en la misma descripción del delito se podía apreciar el error: los modos de actuar (algaradas callejera, con mayor o menor violencia, ocupación de edificios, coacciones,  etc.) podían ser afectaciones al orden público, pero las finalidades perseguidas iban más allá del orden público pues buscaban, recordémoslo,  impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales.


Ahí surgía el problema que determina la negativa valoración que merece la reforma: las finalidades de la sedición van más allá de la mera alteración del orden y la paz ciudadanas y pueden apuntar al rechazo al orden constitucional. De ahí que la ubicación de la sedición como delito contra el orden público fuera por muchos criticada. 


Así las cosas, hubiera sido conveniente reformar el delito de sedición, dejando lo relativo a los “medios” en el lugar adecuado, que es el orden público, mientras que los fines merecían una tipicidad propia entre los delitos contra la Constitución, tipicidad que en ocasiones he denominado como “actos de deslealtad constitucional grave”, sin alcanzar, claro está, a la tipicidad de la rebelión, pero en todo caso más grave que los delitos de desórdenes públicos. Por tomar un ejemplo “real” diríamos que cercar un edificio para impedir una actuación judicial puede ser un desorden público, pero es algo más si se enmarca en una acción de rechazo a las decisiones de los Tribunales y a la existencia misma del derecho del Estado. Y una acción así caracterizada en lo subjetivo no puede tratarse solo como  desórdenes públicos. 

   

Teniendo en cuenta eso, nos encontramos con que el “nuevo” delito de desórdenes públicos está caracterizado por la actuación en grupo, la finalidad de alterar la paz pública y, además, la existencia de violencia o intimidación. También se prevé una modalidad agravada si los desórdenes públicos se realizan por una multitud cuyas características (número, organización y finalidad) sean idóneas para afectar gravemente el orden público. Pero lo realmente grave y determinante es las finalidades perseguidas son irrelevantes porque el bien jurídico es exclusivamente la paz pública. Eso quiere decir que el orden constitucional y todo lo que de él se derive no se protegerán con el delito de desórdenes públicos, y si el legislador desea prestar una protección a ese orden frente a comportamientos directamente orientados a su tutela tendrá que construir unas tipicidades específicamente destinadas a esa función protectora. Y esas tipicidades han de girar necesariamente en torno a un bien jurídico que es la lealtad constitucional y en torno a ella se deberían crear tipos que recojan las imposiciones independentistas de acuerdo con su gravedad, materia en que lógicamente, el intento de separar una parte del territorio nacional sería el delito más grave, seguido de otros como la negativa a reconocer al Jefe del Estado y otros comportamientos que conoce cualquiera que viva en Cataluña.

 

Volvamos al auto de Llarena, y termino: del mismo modo que la sedición (derogada) no era una “rebelión en pequeño”, los desórdenes públicos agravados no son una “sedición atenuada”, sino una figura que sólo afecta al orden público y que prescinde de las finalidades perseguidas por sus autores y que se condiciona a la aliteración grave de la paz pública. Por eso precisamente no es posible sostener que quien estaba acusado de sedición ahora pasa “automáticamente” a ser considerable autor de desórdenes públicos, porque no es así. Si es demostrable que ese sujeto organizó o impulsó la ocupación de las calles deberá responder del desorden, pero, si no fue así, queda sin respuesta penal la actividad de negar el orden constitucional.


 Por lo tanto, tiene razón Llarena.

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