TRES SAETAS

     Hace casi un siglo, Manuel Azaña pronunció en el Congreso una frase famosa y desdichada: “España ya no es católica”. Sabía que estaba mintiendo, pero deseaba liquidar la base ideológica y cultural en que la derecha fundamentaba sus firmes convicciones nacionales. Y en nombre de una masa “atea y progresista” a la que decía representar, procedió a poner en marcha una política cruel y radical, que acabó por llevar a las cunetas del amanecer a 13 obispos (incluyendo el de Jaén, mi provincia), incontables sacerdotes (el de mi pueblo y varios miles más) y un sinnúmero de monjas sometidas a las más atroces vejaciones antes de ser asesinadas. Era la manera de que esa España que, según él, había dejado de ser católica, no volviera a levantar cabeza nunca más.

    Pero se equivocó. Señorito de café, tertulia y Ateneo, como era, nunca llegó a sentir de cerca el aliento de un pueblo al que, en el fondo, despreciaba. Cuando lo lamentó, meses antes del destierro, ya era tarde. Y lo dejó escrito en sus más amargas páginas, sin apenas esconder lo que le atormentaría hasta su muerte: la profunda convicción de ser un fracasado, y la añoranza del país que ya no volvería a pisar. 

     Tras su famosa frase ya citada, la gente humilde –sí, la gente humilde- de Sevilla lo sacó de su error, con una saeta que cantó la Niña de la Alfalfa a la Virgen de la Estrella, la tarde en que “La Valiente” sí salió, a pesar de los pesares. Es ésta.

     “Se ha dicho en el Banco Azul/que España ya no es cristiana. Aunque sea republicana,/aquí quien manda eres tú/ Estrella de la mañana”.

    Nadie sabe qué aletea en el corazón de los cofrades cuando sacan a su Virgen por los barrios de Sevilla. Pero de algo estoy seguro: “La Estrella” lleva cinco siglos desfilando, a hombros de los suyos, por Triana. Y le quedan otros tantos. Por lo menos.

    Pasaron los años. Las imágenes religiosas volvieron a salir en procesión en todas las ciudades españolas. Y los sufridos lugareños de nuevo se echaron a la espalda la agonía de los Crucificados y la pena de las Vírgenes dolientes que los acompañaban. Yo era un niño, y en el pueblecito donde pasé algunos Viernes Santos, recorrían sus pobres calles empedradas solo tres procesiones. No llevaban nazarenos, ni cornetas y tambores, ni lujosos palios con mantos bien bordados: sólo imágenes sencillas, que pasaban a cuestas de quienes, con su fe antigua y firme, las portaban. Dos eran de duelo, la Soledad y el Santo Entierro; la tercera, la del “Resucitao”, abría la liturgia del domingo con el Cristo triunfante y poderoso, en la gloria de Su Resurrección. Es la que a mí más me gustaba. La pequeña talla recorría medio pueblo en volandas, a hombros de los quintos, sobre una peana de madera ornada con matas de trigo ya crecido y cintas de colores con los nombres de los mozos de reemplazo. Las habían bordado sus novias, para desearles buena suerte en el Servicio Militar.

     La noche del Viernes desfilaba el Santo Entierro. De aldeas y caseríos venían los callados cortijeros: gañanes, muleros y pastores. Sacaban del baúl sus trajes de fiesta: camisas blancas, chaqueta y pantalón de pana y sobreros castigados por las nieves del invierno y los soles inclementes del verano. No sabían de Concilios, Papas o teólogos; pero se acercaban con sus mujeres a cumplir un rito cada año repetido: asistir al Santo Entierro, tras el Cristo yacente que avanzaba en su urna de cristal. La seguía el sacerdote con capa de duelo, dos filas de mujeres enlutadas y los hombres descubiertos y en silencio. Era por la noche y en el pueblo no había entonces luz eléctrica, lo que daba a todo aquel conjunto un toque de recogimiento y de misterio.

    Al pasar junto a la casa de mi abuelo, salíamos a la puerta con velas encendidas, mientras la vecina cantaba una saeta. Siempre la misma. Era lo que todos esperaban.

          Ya vienen las golondrinas/ con el pico ensangrentado,                                                de quitarle las espinas/ a Jesús crucificado.

     En la Sierra de Segura, la golondrina es pájaro doméstico, querido y respetado, que hace sus nidos junto al hombre, en pasillos y balcones, y comparte porches, cuadras y boyeras con los animales de la casa. “Matar una golondrina es pecado –me dijo cuando niño un aparcero-, porque ellas arrancaron las espinas que martirizaban al Señor la tarde de Su agonía”. Por eso le brotaron bajo el pico unas plumillas rojas que, según cuenta la leyenda, es la mancha de sangre que les quedó, grabada para siempre, en recuerdo de su gesto piadoso y compasivo con el que trataron de aliviar el dolor del Nazareno.

      Hoy, corren otros tiempos. Una vez más, vuelve a estar de moda arremeter contra la Iglesia, con docenas de artículos firmados por la “progresía nacional”, machacando a quienes defendemos los valores de la religión cristiana. Están en su derecho; pero creo que lo tienen difícil, a la vista de la explosión de fe y de sentimiento que acabamos de vivir en toda España.

      El Sábado Santo escuché la grabación de una saeta que guardaba desde tiempo atrás. Es la tercera que deseo comentar. La cantaba un niño de cuatro años. El chiquillo la decía con las manecitas crispadas, en un gesto de rabia, sin saber, tan tierno todavía, el alcance de lo que solicitaba en su plegaria: Justicia para Jesús, víctima de la más doliente iniquidad.

                ¡Ay, aay, aaay…el Nazareno y la Virgen

                 Ay, aay, aaay…el Nazareno que tiene…

                 una corona clavá..Ay, aay, aaaaay…!

       El chaval no recordaba bien la letra. Ni falta que le hacía. La escena me caló muy hondo, y se la envié a un amigo, preocupado por “el silencio de Dios”, diciéndole: es posible que el mundo corrupto en que vivimos nos ahogue con su propaganda anticristiana; pero tenemos esos niños que he visto emocionados, por los pueblos de nuestra ancha geografía, esta Semana Santa. Ellos son la vida y la alegría. Y suya es la victoria final.

       Hoy deseo evocarlo, una vez más. Frente a la torpe blasfemia –tan zafia, tan hortera- de ese par de mercaderes que han ido a TV3 a cobrar las treinta monedas de su grosería, se alza la fuerza arrolladora de la gente de nuestra Andalucía. Los he visto días pasados en las calles de Málaga y Sevilla, de Úbeda y Granada. Qué elegancia, qué hermosura. Jamás lo entenderán los supremacistas que viven en el odio y en la ordinariez. A ellos, y a los “progresistas” que fustigan nuestra Semana Santa, les quiero decir esto: mientras un zagal de cuatro años cante al Cristo y a Su Madre una saeta, con la voz estremecida, seguiría vivo el recuerdo de lo que pasó en Jerusalén, hace dos mil años. 

       Y he dicho a mi atribulado amigo: no te preocupes, compañero. No han podido nunca con nosotros. Ni podrán tampoco ahora.

                          José Cuenca

                      Embajador de España

                                                    

     

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